La esperanza muere al último. Por eso las historias que nos cuenta casi siempre parecen llenas de ella.
Hace no mucho, tuve la ocurrencia de decir en Twitter que los cinturonazos y los coscorrones eran el remedio con el que a la gente de mi generación nos quitaban lo majadero o lo imprudente. No tardaron en decirme que no estaban de acuerdo con mi tuit, que «la violencia no era el remedio», que lo mejor era «educar con el ejemplo y la palabra». Y en anunciarme que me daban unfólou por pendejo.
Al parecer, la violencia es un tema más difícil de tocar que un solo de Jimmy Hendrix. No es que esté a favor de ella, pero no dudé en señalar que —para bien o para mal— le ahorró a mis padres y maestros muchos malentendidos y horas de retórica. También me habría gustado decir que fuimos la última generación educada a chingadazos, pero temo que esto todavía esté lejos de ser cierto. La violencia ha tenido una función didáctica a lo largo y ancho de la historia. Buenas tardes, su alteza. ¿Sabe? Estamos un poquito cansados de su régimen. Por favor sea tan amable de abdicar, darnos las llaves de la Bastilla y colocar su cabeza en el cepo de la guillotina.
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