Políticamente correcto

Políticamente correcto

La esperanza muere al último. Por eso las historias que nos cuenta casi siempre parecen llenas de ella.

Hace no mucho, tuve la ocurrencia de decir en Twitter que los cinturonazos y los coscorrones eran el remedio con el que a la gente de mi generación nos quitaban lo majadero o lo imprudente. No tardaron en decirme que no estaban de acuerdo con mi tuit, que «la violencia no era el remedio», que lo mejor era «educar con el ejemplo y la palabra». Y en anunciarme que me daban unfólou por pendejo.

Al parecer, la violencia es un tema más difícil de tocar que un solo de Jimmy Hendrix. No es que esté a favor de ella, pero no dudé en señalar que —para bien o para mal— le ahorró a mis padres y maestros muchos malentendidos y horas de retórica. También me habría gustado decir que fuimos la última generación educada a chingadazos, pero temo que esto todavía esté lejos de ser cierto. La violencia ha tenido una función didáctica a lo largo y ancho de la historia. Buenas tardes, su alteza. ¿Sabe? Estamos un poquito cansados de su régimen. Por favor sea tan amable de abdicar, darnos las llaves de la Bastilla y colocar su cabeza en el cepo de la guillotina.
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Cazar al diablo

Cazar al diablo

«Si dices mentiras, va a venir el diablo a jalarte las patas».

—¿El diablo?
—Sí, el diablo.
—¿Quién es el diablo?
—Es un ser maligno que castiga a los que se portan mal. Es barbón y feo. Tiene cuernos y patas de cabra. Y huele a azufre.
—Yo nunca he olido el azufre. ¿Huele mal?
—Pésimo. No quieres verlo. Es terrible.
—Pero… no lo entiendo; si es maligno, debería premiar el mal, ¿no? ¿Por qué habría de castigarlo?
—Porque así es. Así que más vale que no digas mentiras. Y vete a jugar o algo, porque estoy muy ocupada.

Como la explicación de mi abuela no me satisfizo en absoluto, luego de meditarlo un poco tomé una decisión muy importante: esa misma noche, iba a cazar al diablo. Seguir leyendo «Cazar al diablo»