La importancia de ser quien eres

La importancia de ser quien eres

De la esperanza se suele decir que muere al último, pero nadie dice que agoniza todo el tiempo. Es justo esa fragilidad lo que la vuelve tan valiosa.

Hubo un tiempo en el que «Episodio IV: Una nueva esperanza» se llamó nada más «La guerra de las galaxias». Contaba la historia de cómo un granjero huérfano de repente se veía involucrado en una Rebelión, un viejo ermitaño le hacía saber que tenía super poderes, y luego usaba estos poderes (y la ayuda de un contrabandista redimido) para derrotar a un imperio galáctico de grandes proporciones. La historia cerraba sin aparentes complicaciones: la mayor arma de este imperio malvado era destruida, y el granjero, el contrabandista y su cacharpo recibían medallas al valor en una ceremonia militar. Eran buenos tiempos.

La película fue un éxito en taquilla, y entonces hubo presupuesto para alargar la historia. Hay una razón por la que dicen que las segundas partes nunca fueron buenas. Hay que decirlo, El Imperio Contraataca suele encabezar (junto con Terminator, El Padrino o Shrek la lista de excepciones a este tópico), pero esto es porque en vez de hacer una secuela, decidieron contar en dos películas (a las que luego llamaron Episodios V y VI) la historia y relaciones filiales del granjero y el villano. El momento en que en el villano le revela al granjero que es su padre, es un hito en la historia del cine. Y la música de John Williams tiene el indiscutible superpoder de volver épico todo lo que toca.

Los niños de entonces éramos una generación con los ojos puestos en el espacio. Muchos queríamos ser astronautas, y pensábamos que pronto iríamos de visita a los planetas que conforman nuestra galaxia diminuta. Podías contarnos la historia que fuera; de piratas, soldados, princesas, dragones, no sé. Por el sólo hecho de situarla en el espacio, ya nos entusiasmaba más que ninguna otra. Pero, ¿qué tenía Star Wars que nos apasionó más que Star Trek, Galáctica astronave de combate o El Abismo negro? Simple: juguetes. Sí, sí. Juguetes. En aquellos días en los que el cine era otra cosa (había intermedio, chiflidos, aplausos, el piso estaba chicloso, las butacas rotas y demasiado cerca una de la otra, la gente introducía de contrabando a la sala toda clase de viandas impensadas, y el quórum coreaba ¡cácaro! ante cualquier falla), uno podía ir a ver a Christopher Reeve como Superman, y terminando la función comprarle un Superman de plástico a los vendedores ambulantes que se apostaban en el perímetro del cine. Pero Superman no tenía enemigos. O amigos. Que merecieran la pena, pues. ¿Quién compraría una Louis Lane, si una Barbie podía reemplazarla sin problema? ¿Quién iba a comprar a sus padres, biológicos o adoptivos? ¿Un Lex Luthor? ¿Como para qué o qué? Star Wars hizo juguetes. Muchos juguetes. Podías comprar no sólo al granjero, al contrabandista y a su padre, sino a casi todos. Monstruos, guardias, personajes secundarios, y hasta sus vehículos. Yo tenía uno de esos vecinos ricos a los que les compran todo, y apenas podía creer la cantidad de cosas que había sacado la franquicia: no maaaames, al Halcón Milenario le quitas la tapa y viene la sala con todo y mesita de ajedrez y la bolita esa con la que se enseñan a esquivar disparoooos.

Como dije, fueron buenos tiempos, y la historia fue volviéndose leyenda. Sin embargo, las leyendas ni se escriben solas, ni suelen provenir de un mismo autor. Y fue así como durante 20 años, el mundo ficcional donde se desarrolla la historia del granjero y su papá siguió cautivando a muchas personas y motivándolas a crear fanfics, novelas, cómics y toda clase de historias derivadas. Star Wars fue volviéndose un universo de dimensiones tolkienanas. Huelga decir que George Lucas no está ni cerca de ser John Ronald Reuel, pero mira, el entusiasmo colectivo también detalló un mapa del cosmos con todo y sus idiomas, caracteres y detalles de gramática, la genealogía e historia del tejido social interplanetario, los avances y restricciones tecnológicas, y hasta de las reglas de la física.

***

En 1997, a propósito del vigésimo aniversario de Una nueva esperanza, Lucasfilm lanzó una versión remasterizada, digitalizada, y shineada con todo el aparato tecnológico disponible a final de siglo. Fue hermoso ver el párrafo trapezoidal con la sinopsis en una pantalla de cine otra vez. El problema fue que no paró ahí, y decidió hacer oootra edición a la que le añadió nuevas escenas (puro fanserivice, porque en realidad aportaban poco a la trama) con guiñol digital. Y ya encarrerado el womp rat, en 1999 estrenó el primero de tres largometrajes a los que anunció como precuelas de la saga. Casi es una pena que la nostalgia no fuera tan rentable en ese entonces. O al menos no como ahora, que la industria ha pasado los últimos diez o quince años haciendo remakes, live actions (qué retrónimo más inesperado) y obras derivadas de los éxitos del entretenimiento del siglo XX para beneplácito de todos los adultos que gustosos estamos dispuestos a pagar para que nos cuenten la misma historia una y otra vez, aunque con marionetas diferentes. Pero en ese año, nadie hubiera previsto que una película con Keanu Reeves esquivando balas y usando gabardina y gafas oscuras terminara recaudando más dinero que un nuevo episodio de Star Wars.

Pero el fiasco mayúsculo que resultaron ser las precuelas no fue sólo resultado de un mal timing, sino del conjunto en general. Más allá de Jar Jar Binks, que si los actores no gustaron, la narrativa no convenció, los antecedentes no encajaron, o se violaron convenciones muy arraigadas (que dieron lugar a las cuatro reglas fundamentales sobre lo que es y no es Star Wars), el problema fue más o menos el mismo que el de la voz de Mafalda en su película animada: para cuando la estrenaron, la gente ya se había hecho en la cabeza una idea de su timbre, y ningún doblaje encajaba bien en el imaginario colectivo.

Hubo preocupación entre los fanáticos cuando Disney, ese monstruo de contar historias anunció que compraba la franquicia en 2012. Los memes sobre el papá del granjero visitando Disneylandia no se hicieron esperar. Más allá de lo cursis o correctas que temiéramos que fueran las producciones a cargo de esta empresa, estaba el miedo a la sobreexplotación. ¿Qué más van a contarnos ahora? ¿Por qué no dejan las leyendas en paz? Disney comenzó por «corregir» las fallas de la anterior trilogía (quitar a los comediantes, por ejemplo), e intentó honrar las maneras narrativas de la trilogía original. El Despertar de la fuerza lo hizo lo mejor que pudo, pero no logró convencer a tantos como hubiera querido. Muchos consideraron que la trama era una calca del episodio IV. Con todo y que se convocó a los actores primigenios de la historia, (ahora sí estaba de moda la nostalgia), los resultados fueron discutidos. Yo sé, las expectativas. Pero vamos, quizá todos nos quedamos con la sensación de que pudo ser mucho mejor.

A la mitad de esto (entre la primera y la segunda entrega), Disney probó algo diferente: un spin-off. Y de manera casi inesperada, les salió muy bien. Rogue One no sólo fue un éxito, sino que quizá es (compitiendo de cerca con el episodio V), la mejor película de Star Wars. ¿Esta era la fórmula? Difícil saberlo es. Aunque no llega a mala, la cinta sobre el pasado de Han Solo no fue tan brillante como la de los rebeldes que consiguen los planos de la Estrella de la Muerte. Visto en conjunto, parece que Disney ha estado ensayando y afinando la manera de hacer lo que mejor sabe hacer desde 1940: contarnos historias inolvidables, y después vendernos cosas. Y para ello —también lo saben hace mucho— es indispensable tocar nuestras emociones.

Todo tiene sentido, creo. Me atrevo a decir que los episodios VII, VIII y IX no cuajaron porque Disney (de manera torpe y respetuosa) intentó ser como Lucasfilm, y no. Ya nadie es George Lucas. Es decir, hasta George Lucas había dejado de ser George Lucas con esos bodrios de precuela. Al parecer en un principio los productores eligieron seguir la tablita que suele conducir al éxito: fueron inclusivos (protagonizan una mujer blanca, un latino, un afroamericano, una asiática), rediseñaron personajes (BB-8 es adorable, pero no deja de ser una calca de R2-D2), necearon con los personajes tiernos y juguetificables (mira, los Ewoks al menos intentaban defender su aldea, los Porgs son un error del universo), y reunieron al elenco del pasado para conectar con el público adulto que ya estaba medio impaciente. Pero tardaron en notar que las leyendas no se tocan. Han Solo siempre será Harrison Ford. Si Ewan McGregor consiguió ser Obi Wan, es porque el personaje que representó Alec Guinnes resultó soso e irrelevante. Aunque todos adoramos a actrices como Emma Watson o Emilia Clarke, ninguna podría ser jamás la Princesa Leia de Carrie Fisher. Debemos reconocer que al menos lo intentaron.

The Mandalorian es genial, porque es Disney siendo Disney. Cínica, despreocupada y absolutamente Disney. ¿Un peligroso mercenario adscrito a una tribu de fundamentalistas haciéndose cargo de un bebé por circunstancias fortuitas? Eso es Disney, carajo. Claro que quiero comprar todos los Baby Yodas que me vendan. Me siento muy entusiasmado después de que este gigante del entretenimiento anunciara todos las producciones que tiene en puerta, porque siento que al igual que Marvel batalló un poco antes de consolidar las reglas inherentes a su maravilloso «universo cinemático», al fin están encontrando la mejor manera de contarnos más de eso que pasó hace mucho tiempo en una galaxia muy lejana. Disney querido, deja en paz a las leyendas, y háblanos de las anécdotas, de las historias en segundo plano, de lo que ocurre al interior de las elipsis. Deja tranquilos a los superdotados, a los elegidos, a los tocados por el destino, y háblanos del heroísmo de la gente de a pie. No eres un novelista underground haciendo fanfics, eres la casa de Mickey Mouse. Recuerda siempre la importancia de ser quien eres, y hazlo como sólo tú lo sabes.

Donde duele

Donde duele

«y una vez que te hayas consolado (uno siempre termina por consolarse), te alegrarás de haberme conocido»

—El Principito (el de Antoine, porque ahorita en internet hay decenas de Principitos que se inventan las frases que se les pega la gana), Capítulo XXVI

Desde luego, casi todos los duelos parecen interminables al momento de cruzarlos. Pero de algún modo uno aprende siempre a vivir con lo que van haciendo de nosotros. Aprendes a vivir con el vacío gritándote que existe, a no ahogarte sin el aire que te falta, a ponerte de pie aun llevando rotos todos los huesos del espíritu. Aprendes que cada duelo es un laberinto en el que el tiempo sólo sabe esperarte afuera a ver si sales, porque así como curar, no cura nada. Pero también reparas en que el corazón es como las rodillas, que sólo pensamos en él cuando nos duele y no cuando sostiene nuestros pasos, y que cuando estás allí dentro, te vuelves tu propio minotauro diciéndote que no. Y esto es porque los duelos no se «superan» ni se «curan»: se atraviesan. Y rara vez sales de ellos siendo el mismo.

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Momo y Funes

Momo y Funes

Escribo no porque no confíe en mi memoria, sino porque la memoria necesita algo para cerciorarse de que sigo siendo yo cada vez que se lleva un pedacito mío.

Genrus

Dos maneras para comenzar una discusión conmigo: la primera, siempre que digo que nosotros (la humanidad, las personas) inventamos el tiempo, viene alguien a decir que no, que cómo es posible, que el tiempo estaba ahí desde antes, y que seguirá estando cuando nos marchemos. Y yo digo que no, que en realidad sí ideamos un método de referencia para no perdernos ante lo abrumador que puede resultar lo sucesivo. La segunda, cuando alguien se jacta (o acusa a otro alguien) de tener «memoria selectiva». Mira, la memoria es siempre selectiva, ¿sabes? ¿Recuerdas lo que le pasó a Funes? Ajá, bueno. La memoria elige por salud mental, y porque su capacidad de almacenamiento es limitada.

Ahora, ¿en realidad es la memoria la que se ocupa de elegir los recuerdos que conserva? ¿O es más bien la inteligencia la que administra todo, y la memoria es nada más el almacén, la cava de los datos y emociones que usamos en cada coctel que se agita cuando recordamos?

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(llueve)

(llueve)

Me gusta cómo la lluvia le eriza la piel a los charcos. Siempre me gustó dibujar en los cristales empañados del autobús cuando venía con mi mamá de vuelta a casa. Incluso me gusta el olor de la lluvia. No, no hablo del petricor, porque ese se trata de tierra mojada, y yo nací y crecí en un lugar lleno de concreto y asfalto en el que la tierra es apenas una singularidad encerrada en algún cuadrito a la orilla de la banqueta. Me gusta cómo huele la lluvia, y cómo convierte al piso en un insólito Van Gogh de la ciudad que refleja sus luces en él. Y yo amaba hacer dos cosas bajo ella: andar en bicicleta y jugar al futbol (aunque después me regañaran).

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El color de la memoria (y otras sinestesias improbables)

El color de la memoria (y otras sinestesias improbables)

He estado muy ocupado esta semana; trabajar desde casa es fantástico (ahora todas las juntas son un mail, lo que debieron haber sido siempre), pero también crea una distorsión notable en el espacio-tiempo de los procesos de oficina; de algún modo, a todos se nos juntan los trastes sucios (de manera literal y emocional —y a veces yuxtapuestas—), y toca hacer las cosas a contrarreloj. El cuento es que ayer estaba terminando una de las publicaciones que hacemos año con año —y cuyo título tiene que ver con la memoria—, cuando reparé en que todavía no tenía la portada. Frente a la hoja en blanco, y sabiendo que el diseño es un oficio que a veces no deja tiempo de esperar la magnanimidad de las musas, me hice una pregunta rápida, distraída, que además se me ocurrió compartir en Twitter (por si de ahí salía alguna idea):

¿De qué color es la memoria?

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El niño que elegimos

El niño que elegimos

Por estos días, en rede sociales suele circular una pregunta que dice más o menos así:

Si el niño que fuiste conociera al adulto que eres ¿qué pensaría de ti?

Desde luego, la imagen de fondo cambia dependiendo si la publican en Frases para el alma, Tu psicólogo en línea, o cualquier sito o página de «pensamientos». Y siempre me llaman mucho la atención las respuestas. Hasta donde sé, el concepto de «niño interior» fue ideado por la escuela Gestalt para definir una estructura psicológica adentro del «yo», o algo parecido. No me atrevería a poner en entredicho su funcionalidad como parte de un proceso bien llevado de introspección, pero sí debo reconocer que me cuesta. Me cuesta mucho «conectar» con eso que llaman «niño interior».

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Escribir en servilletas

Escribir en servilletas

«Unos leen La Guerra y la Paz y creen que es una novela de aventuras, otros leen los ingredientes de un paquete de chicles y descifran los enigmas del universo».

—Gene Hackman (como Lex Luthor), en Superman (1978)

Por alguna razón, siempre que hablamos de «el papel de la literatura», pensamos en cosas trascendentísimas: en su rol a lo largo de la historia de la humanidad, en sus cualidades como instrumento para plasmar (ya les había contado cuánto odio ese verbo, ¿verdad?) todo un sistema de ideas, creencias, historias, sentimientos y emociones. O sea, sí sé qué es y cómo funciona una sinécdoque, pero vamos. Lo que intento decir es que me llama la atención la escasa frecuencia con la que nos ponemos a pensar en el papel, —es decir, el objeto, la hoja, el soporte físico y tangible— sobre el que están puestas las cosas.

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Optimismo y pesimismo

Optimismo y pesimismo

«El instante decisivo del desarrollo humano es continuo. Por ello los movimientos revolucionarios que declaran la nulidad de todo lo acaecido con anterioridad tienen razón, pues todavía no ha ocurrido nada».

—F. Kafka

En tiempos de crisis, es común escuchar (o leer) mensajes de que todo «va a estar mejor» o «va a pasar», que la «normalidad» va a volver, que «vamos a salir de esto». Es más, ya puestos, no sólo vamos a «salir» de «esto», sino que además saldremos unidos, fortalecidos, siendo más empáticos, mejores personas —y por ende mejores sociedades— no sé. En tiempos de crisis, cualquier cosa que suene a esperanza es contagiosa, sin duda. Pero demasiado optimismo también es falta no sólo de empatía, sino de perspectiva.

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Lo entrañable del fracaso

Lo entrañable del fracaso

Nunca le puse mucha atención a Pokemon. Quizá fue porque sucedió en esa época de mi vida en la que por alguna razón dejé de ver caricaturas. Quiero decir, sí las veía, de repente. Infiero que el pequeño televisor que había en la fonda donde solía comer sólo sintonizaba bien el canal cinco. Lo que sí noté en su momento (y que el paso de los años no ha hecho mas que reafirmármelo), es que ese estaba siendo mi punto de ruptura con la generación siguiente, la que fue marcada por Dragon Ball o los Caballeros del Zodiaco. La cuestión es que, a diferencia de estas dos series, Pokemon parecía menos complicada y demandante: un mundo en donde existen criaturas fantásticas, y gente que las atrapa en una bola con el propósito de entrenarlas, ponerlas a luchar, y hacerlas «evolucionar» en otras más avanzadas, a cambio de la gloria y el respeto de sus colegas.

Nunca supe cómo ni por qué, pero en algún momento mi hija mayor se volvió fan de este universo. Y a mí, como padre oneroso y entusiasta, se me ocurrió regalarle dos cosas: un «diccionario» (o catálogo, no sé) con todas las criaturas, y un beanie —así les dicen ahora a los gorros, creo— de Pikachú. Mira, por lo general soy alguien muy esmerado en esas cosas. Casi siempre soy un éxito con mis regalos. Esta fue una excepción. No recuerdo haberle dado algo que la haya ofendido tanto. Tardé un rato en entender en qué fallé.

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Escribir es una piedra

Escribir es una piedra

Escribir no nos va a salvar de nada. Pero con algo de suerte —y si lo hacemos bien— alguien que se encuentre en un abismo como el nuestro va a saber que por un instante no estuvo solo.

Escribir es un acto íntimo. Y pocas cosas pueden ser tan extenuantes —y tan reveladoras— una vez que se terminan. Dice el Juancho que escribir le pone de malas tanto como no hacerlo; que lo único que le motiva es haber escrito. La diferencia no es para nada sutil; los tiempos importan (sobre todo porque cambian) y el pensamiento es tan inestable e intangible que para conservarse necesita ser fijado. Un texto ya es una piedra. Unas veces angular, otras de esas que se llevan en el zapato, o con las que uno se tropieza; de esas que saltan en los estanques cuando uno las arroja, o de las que se atan al cuello los suicidas en los puentes. Y aunque con algo de suerte sirve para matar a Goliath, la mayoría de las veces escribir nos vuelve Sísifos de todas esas pendejadas que todavía no superamos. Seguir leyendo «Escribir es una piedra»